MC. Luis Gilberto Pietsch Castro | ORCID: 0000-0002-3610-8107 | luispc@uas.edu.mx
Recibido: 01 de marzo de 2025 | Aceptado: 18 de abril de 2025
En este ensayo se examina la evolución de la educación superior en México desde una perspectiva histórica, política y social. Se abordan las transformaciones en la educación superior, desde sus antecedentes en el siglo XIX hasta las reformas contemporáneas, destacando la influencia de los cambios de régimen en la política educativa. Se analiza el crecimiento de la matrícula, la diversificación de la oferta académica y la modernización del sistema educativo, así como los desafíos de equidad y financiamiento. Se revisan las políticas implementadas en los últimos sexenios, desde la expansión del sistema en la segunda mitad del siglo XX hasta las reformas estructurales del siglo XXI, incluyendo la reforma educativa de 2013 y su posterior modificación en 2019. El texto enfatiza la necesidad de políticas educativas que garanticen calidad y equidad en un contexto de limitación presupuestaria. Asimismo, se reflexiona sobre el impacto de los modelos de evaluación y acreditación, la creación de nuevas universidades y el papel del Estado en la educación superior. Finalmente, se concluye que la educación superior en México sigue enfrentando retos estructurales que requieren un enfoque integral y sostenible para mejorar su calidad y contribuir al desarrollo del país.
Palabras clave: Educación superior, Política educativa, Financiamiento, Equidad, Evaluación y acreditación.
This essay explores the transformations in higher education from the 19th century to present-day reforms, with particular emphasis on the influence of political regime changes on educational policy. It examines the expansion of enrolment, the diversification of academic programmes, and the modernisation of the educational system, alongside challenges relating to equity and funding. The study reviews policies implemented in recent decades, spanning the mid-20th-century expansion of higher education to the structural reforms of the 21st century, including the 2013 education reform and its 2019 revision. It underscores the need for educational policies that promote both quality and equity within the context of budgetary constraints. The text also considers the impact of evaluation and accreditation models, the establishment of new universities, and the role of the State in higher education. In conclusion, the essay contends that higher education in Mexico continues to face structural challenges that demand a comprehensive and sustainable approach to improve quality and support national development.
Keywords: Higher education, Educational policy, Funding, Equity, Evaluation and accreditation.
Este ensayo está compuesto por las siguientes partes: Introducción, Reflexiones iniciales, Antecedentes de la política educativa en México, Política de educación superior en el México contemporáneo, Conclusiones y Referencias. En primer término, se formularon reflexiones iniciales con el propósito de advertir al lector sobre la perspectiva histórica y cronológica que se siguió para contextualizar el tema, además de evidenciar cómo la política ha matizado partes de la historia, por lo que se vuelve indispensable consultar y contrastar diversas fuentes para conocer los hechos reales. En la segunda parte se abordan los antecedentes de la política educativa en México, apartado que consigna los hechos históricos más sobresalientes relacionados con la educación desde los primeros años de vida independiente, así como los grandes desafíos y afrentas internas y extranjeras que se vivieron a lo largo del siglo XIX, y que dejaron su huella en el ámbito político, social y educativo hasta arribar al Porfiriato. Posteriormente, se analiza la política de educación superior en el México contemporáneo desde la perspectiva política, social y económica a partir de la Revolución Mexicana y la Constitución de 1917 hasta nuestros días, reflexionando sobre los diferentes aspectos que marcaron el rumbo de la educación superior en nuestro país durante el siglo XX, así como sus causas y efectos hasta nuestros días, poniendo especial énfasis en los últimos tres sexenios, así como en los retos, desafíos y propuestas que en este sentido formula el actual gobierno de la República, encabezado por Claudia Sheinbaum Pardo (2024-2030). A manera de conclusiones, realizamos el contraste entre la política pública de educación superior que hace 14 años dio pauta para el análisis de Tuirán y Muñoz, y el rumbo que ha tomado recientemente a partir del cambio de régimen y el rol que asume el Estado frente a la educación superior, la política educativa, los mecanismos, las instituciones y, en general, con todos los actores involucrados. Asimismo, manifestamos algunas preocupaciones sobre los retos y desafíos que enfrentan principalmente las instituciones públicas de educación superior, respecto al cambio de paradigma en el modelo y sistema de evaluación y acreditación, así como en relación a la política de diversificación de la oferta educativa y ampliación de la cobertura con calidad, en un contexto de limitación presupuestaria. Finalmente, se vierten algunas reflexiones en torno a la importancia de la educación superior para el desarrollo y bienestar de la sociedad, así como un llamado de atención a las autoridades para no cometer los mismos errores del pasado.
Es necesario advertir que, si bien el texto de Tuirán y Muñoz, “La política de Educación Superior: Trayectoria reciente y escenarios futuros” que se incluye en la obra Los grandes problemas de México, Volumen VII. Educación, coordinado por Alberto Arnaut Salgado y Silvia E. Giorguli Saucedo, es el eje fundamental del presente trabajo; consideramos importante recurrir a otros autores y fuentes para una mejor comprensión, análisis y reflexión sobre el tema. Asimismo, adelantamos que este ensayo aborda a la educación superior en México desde una perspectiva histórica y cronológica a lo largo de los últimos dos siglos que anteceden al actual, con el propósito de contextualizarla a la luz de los hechos políticos y sociales que marcaron la vida y el rumbo de nuestro país en diferentes épocas, desde sus primeros años de vida independiente hasta nuestros días. Esta revisión de la literatura relacionada nos permitirá desmitificar parte de la historia que es común encontrar en discursos y textos no especializados; ejemplo de ello es la narrativa en torno a que una de las aspiraciones sociales que la Revolución Mexicana logró plasmar en la Constitución de 1917, fue el derecho a la “educación laica, gratuita y obligatoria”, lo cual es cierto, pero solo en parte, pues lo que el texto constitucional original en realidad estableció en su Artículo 3° fue: La enseñanza es libre; pero será laica la que se dé en los establecimientos oficiales de educación, lo mismo que la enseñanza primaria, elemental y superior que se imparta en los establecimientos particulares. Ninguna corporación religiosa, ni ministro de algún culto, podrán establecer o dirigir escuelas de instrucción primaria. Las escuelas primarias particulares sólo podrán establecerse sujetándose a la vigilancia oficial. En los establecimientos oficiales se impartirá gratuitamente la enseñanza primaria (Cámara de Diputados, 2003). Es decir, el Constituyente sí plasmó en la Constitución de 1917 los principios de la educación laica y gratuita, recalcándolos sobre todo en los casos donde la enseñanza era impartida por el Estado; sin embargo, la obligatoriedad no fue considerada de la misma manera, no obstante, la existencia de antecedentes; leyes y ordenanzas desde 1822. De hecho, el concepto de obligatoriedad de la educación no figuró en la actual Constitución sino hasta la reforma de 1934 que estableció la “educación socialista” durante el cardenismo. Lo anterior es tan solo una muestra del profundo calado del discurso del nacionalismo revolucionario que prevaleció en México a lo largo del siglo XX y que matizó la historia nacional a partir de la ideología e intereses del grupo político triunfante de la revolución y sus herederos en el poder. Transcurrieron varias décadas antes de que se agotara el discurso derivado de la tradición del nacionalismo revolucionario, tal como lo describió Acosta (2000, citado en Tuirán & Muñoz, 2010), considerado uno de los factores que propiciaron un vacío político e incidieron en el surgimiento de reformas educativas hacia finales de la década de 1980. Durante los últimos treinta años, dichas reformas han sido una constante de un sexenio a otro, cada uno imprimiéndoles su propio sello en función de distintas coyunturas políticas, entre las cuales destaca una de las más significativas de la época reciente: el "Pacto por México" en 2012, a través del cual se establecieron las bases para posibilitar la llamada “Reforma Educativa de 2013” . Esta última apenas duró unos cuantos años, pues con el cambio de régimen y el arribo a la presidencia de la República de Andrés Manuel López Obrador, del Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), se impulsó una nueva reforma educativa o, mejor dicho, una “contrarreforma educativa” , cuyas políticas públicas se mantienen vigentes hoy día. Lo anterior es un claro ejemplo de cómo la política ha determinado la formulación, adopción, implantación y evaluación de las políticas públicas, y la educativa no es la excepción; muchas veces en función de proyectos e intereses partidistas, ideológicos o pragmáticos, utilizándola incluso como un instrumento de control magisterial o para acotar poderes fácticos como el del “charrismo sindical” que el propio sistema político creó, posteriormente criticó y del cual hoy saca provecho gracias a un “nuevo presidencialismo mexicano” .
Durante la época independiente, incluso antes de la Constitución de 1824, la educación había sido consustancial a los mexicanos desde la función pública, en algunas épocas con mayor prevalencia que en otras, desde la lucha por la independencia de España y las posteriores guerras internas e intervenciones extranjeras a lo largo del siglo XIX, hasta el Porfiriato. Por supuesto, en el México premoderno, a partir del triunfo de los grupos revolucionarios y sus ideales plasmados en la Constitución de 1917 y sus múltiples reformas -algunas hasta contradictorias-, hasta nuestros días. Luz Elena Galván (2016) se remonta hasta el siglo XIX y expone que incluso el proyecto del Reglamento Provisional Político del Imperio Mexicano de 1822 recogió por primera vez la preocupación por la educación y la necesidad de que las escuelas estuvieran de acuerdo con el sistema político. Posteriormente, en 1823, el Plan de la Constitución Política de la Nación Mexicana le incorporó en su “Artículo 6°. La ilustración es el origen de todo bien individual y social. Para difundirla y adelantarla, todos los ciudadanos pueden formar establecimientos particulares de educación". Otro hecho relevante para la educación durante el siglo XIX fue la reforma de José María Luis Mora, impulsada por el vicepresidente Valentín López Farías, y cuyo propósito fue: Sustraer por una parte la enseñanza de las manos del clero, independizándola ideológica y económicamente del elemento conservador. Organizar, coordinar sistemáticamente las funciones del Estado, con arreglo a un vasto plan que abarcara el país entero y pusiera la instrucción al alcance de todas las clases sociales y, especialmente, de las económica y moralmente postergadas (Secretaría de Educación Pública, 1933, p. 21). Dicha propuesta adquirió gran significado, pues habló por primera vez de la participación del Estado en la educación, su planificación y, sobre todo, el hecho de que incluyera a todo el país y considerara a todas las clases sociales, especialmente a las menos favorecidas. Es, pues, la idea de una auténtica educación socialista en México 100 años antes de la que buscó establecer el presidente Cárdenas. A partir de esta nueva ley, en 1833 se estableció la Escuela Nacional de Ingenieros en donde se podían estudiar carreras que resultaron fundamentales para la edificación y la vida productiva del país: telegrafista, ingeniero topógrafo, geógrafo, industrial, de caminos y puertos, y minas. Asimismo, se creó la Escuela Nacional de Agricultura en donde ofertaron carreras como ingeniero agrónomo, médico veterinario o administrador de fincas, evidentemente ligadas a las que entonces eran las principales actividades económicas en el país, la agricultura y la ganadería (Galván, 2016). Esta misma ley, que además suprimió a la universidad y se encargó de reorganizar y centralizar la administración de la educación desde el nivel primario hasta los colegios de estudios mayores, creó la Dirección General de Instrucción Pública para el Distrito Federal y los Territorios; dependencia que tuvo a su cargo el nombramiento de todos los profesores, reglamentos y libros de enseñanza, pero apenas duró nueve meses, pues el presidente Antonio López de Santa Anna la derogó en 1834, dejando a la educación en manos de juntas departamentales (Galván, 2016). En 1842 el Congreso dictó otra ley que declaraba a la educación "obligatoria entre los siete y los quince años, gratuita y libre", además de que los profesores deberían de ser autorizados por la dirección general (Dublán y Lozano, 1910, p. 94), además de establecer un plan para fundar una Escuela Normal. En años posteriores, producto de la invasión norteamericana de 1847 e intervención francesa de 1862-1867, la educación pública fue impartida por instituciones particulares , además, la creación de escuelas no fue uniforme en todo el país, quedándose rezagada la región sureste por falta de recursos de los gobiernos estatales y de los municipios. Para 1844 había 1,310 escuelas a las que asistían 59, 744 alumnos, en un México que entonces ya contaba con siete millones de habitantes (Staples, 1985, p. 113). En 1853, el presidente provisional Manuel María Lombardini, promulgó un decreto en el que se establecían las materias que se deberían enseñar en todos los planteles. Creó la Escuela Práctica de Minas y Veterinaria que, junto a la de Agricultura, dio origen al Colegio Nacional de Agricultura (Galván, 2016, p. 50). Un año después sería proclamado el Plan de Ayutla de 1854 con el objetivo de derrocar a Antonio López de Santa Anna y establecer un gobierno republicano y democrático. El 17 de octubre de 1855 se expediría la convocatoria para constituir a la Nación bajo la forma de República democrática, representativa y popular, que daría vida a una nueva Constitución. En esta coyuntura se dictó el decreto de 1856 que establecía el Colegio de Educación Secundaria para Niñas y tiempo después la Escuela de Artes y Oficios (Galván, 2016, p. 51). En la Constitución de 1857 —de corte liberal— se reconocieron los derechos del hombre como la base y el objeto de las instituciones sociales, y en ese tenor plasmó el “Artículo 3°. La enseñanza es libre. La ley determinará qué profesiones necesitan título para su ejercicio, y con qué requisitos se debe expedir” (Tena, 1957, p. 556). De esta manera, hace 167 años, el Constituyente de 1857 concibió a la educación —no a la básica, sino a la superior, la que dota al hombre de los conocimientos para desempeñar una profesión y atributos para poseer un título para su ejercicio—, como un derecho de la más alta prioridad e importancia. Sin embargo, las diferencias entre liberales y conservadores de la época llevarían al país nuevamente a la lucha armada conocida como la Guerra de Reforma. En medio de una compleja coyuntura, en 1859, Benito Juárez expidió el Manifiesto del Gobierno Constitucional a la Nación que, en materia de instrucción pública, establecía: El Gobierno procurará con el mayor empeño que se aumenten los establecimientos de enseñanza primaria gratuita, y que todos ellos sean dirigidos por personas que reúnan la instrucción y la moralidad que se requieren para desempeñar con acierto el cargo de preceptores de la juventud (González, 1966, p. 465). Finalmente, a partir del triunfo liberal, el gobierno de Juárez depositó la instrucción pública en el Ministerio de Justicia e Instrucción Pública, que se ocuparía de la educación en el Distrito Federal y los Territorios, lo que se mantuvo hasta 1905 cuando fue modificado el estatuto con la creación de la Secretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes durante el Porfiriato . Anne Staples (1985) señala que entre 1863 y 1867 hay un paréntesis producto de la intervención francesa y la instauración del gobierno del archiduque de Austria, Maximiliano de Habsburgo, quien apreciaba la cultura francesa y, a partir de ella, impulsó la adopción de dicho modelo educativo que contemplaba la realización de tareas en casa, la entrega de boletas de calificaciones cada mes y la realización de exámenes al finalizar el año escolar. Asimismo, hizo un llamado a que los padres estuvieran más cerca de la educación de sus hijos y de sus profesores. Declaró “honorable” la carrera magisterial y tomó medidas para mejorar la educación en general (Galván, 2016, p. 53). Destaca durante el imperio de Maximiliano, que se estableciera la instrucción obligatoria, gratuita y que estuviera a cargo de los ayuntamientos y que los encargados de vigilar que los padres enviaran a sus hijos a la escuela, desde los cinco hasta los quince años, fueran las autoridades políticas y municipales (Meneses, 1983, p. 160). En 1866 se publicó la Ley de Instrucción Pública que señalaba lo que serían las diferentes clases de instrucción que se impartirían en el Imperio: instrucción primaria, instrucción secundaria e instrucción superior de facultades y de estudios especiales (Rivas, 2010). La ley imperial de instrucción pública dividía a la educación superior en dos ramas: la de estudios de la facultad mayor que conduce a una carrera literaria y la de estudios profesionales que conducen a una carrera práctica (Rivas, 2010, p. 62). Al mismo tiempo que se normaba la instrucción superior y se decretaba la creación de otras instituciones culturales, como la Biblioteca Nacional y varios museos (Herrera & Domínguez, 2012), se decretó la formación de la Academia Imperial de Ciencias y Literatura (Perales, 2000). A pesar de que las innovaciones educativas de Maximiliano duraron poco tiempo, muchas propuestas fueron preservadas debido a su compatibilidad con las nuevas ideas y políticas sociológicas positivistas que empezaban a figurar durante la época. En 1867, durante la República Restaurada, se propuso la reorganización de la instrucción pública a partir de los lineamientos de la doctrina positivista. Se secularizó la enseñanza y se suprimió la educación religiosa. Asimismo, se dispuso que “en el Distrito Federal hubiese el número de escuelas primarias para niños y niñas que exigiera su población” (Dublán y Lozano, 1910, p. 582). Asimismo, en el Artículo 5° de la ley de 1867 se reglamentaba que la instrucción primaria sería "gratuita para los pobres y obligatoria". Para lograr su cometido, el gobierno apoyó a la Compañía Lancasteriana para que continuara con su labor educativa y la fundación de nuevas escuelas a partir de un fondo de instrucción pública con capitales procedentes de la nacionalización de los bienes eclesiásticos, así como por contribuciones impuestas a las haciendas. En 1867, Juárez ordenó a los ayuntamientos que establecieran y sostuvieran escuelas municipales. Aunque se cumplió en parte dicha medida, se decía que las escuelas primarias estaban en condiciones deplorables de suciedad y abandono, además de que solo contaban con un solo maestro o maestra. En virtud de lo anterior, la Compañía Lancasteriana continuó apoyando a la educación a través de sus escuelas. Para entonces el sistema educativo estaba integrado por dos niveles: instrucción primaria e instrucción secundaria, que también abarcaba a la educación terciaria o superior (Galván, 2016, p. 58). Destaca en esta época la fundación de la Escuela Secundaria para Señoritas y la Escuela Nacional Preparatoria, así como la reglamentación de la Escuela de Medicina, la Escuela de Jurisprudencia y la Escuela de Ingeniería. Con ello, queda de manifiesto de esta manera cómo la ley llegó hasta la enseñanza superior (Galván, 2016, p. 58). No obstante, los importantes avances en la instrucción pública primaria y secundaria, la inestabilidad política y social y el mal estado de la Hacienda pública durante las primeras décadas de vida independiente impidieron la formación de un sistema educativo nacional (Galván, 2016, p. 58). Fue años más tarde, durante el Porfiriato, cuando se empezaron a ver resultados en el sistema educativo, debido principalmente a que el presidente Díaz retomó los esfuerzos realizados en décadas atrás en favor de la instrucción pública y basara su política educativa en el positivismo . A partir de 1882, la educación se fue desarrollando. El número de escuelas en la Ciudad de México se había incrementado significativamente, además de haberse establecido un sistema de oposiciones para nombrar maestros, una academia de profesores y concursos para la elaboración de libros de texto. Ese mismo año tuvo lugar el Primer Congreso Higiénico Pedagógico que trató lo relacionado con la higiene en los edificios, así como en el mobiliario, libros, útiles escolares y métodos, entre otros. Sin embargo, estas acciones sólo eran de observancia general en la capital de la República y los territorios, pues en el resto del país imperaban las leyes de los estados. En razón de ello y de las diferencias económicas, en las entidades del norte se invertían mayores recursos en educación pública que en los estados del sur, los cuales presentaban un atraso cada vez mayor. A lo largo del porfiriato se promulgaron varias leyes relacionadas con la educación. Una de ellas, la de 1888, consignaba el principio de la instrucción primaria elemental a nivel oficial, la cual establecía: que sería obligatoria para hombres y mujeres de 6 a 12 años de edad, gratuita y laica; que no se aceptarían personas que pertenecieran a alguna religión y que habría maestros ambulantes que recorrerían los lugares en donde no hubiera escuelas; que habría una escuela de niños y otra de niñas por cada 400 habitantes, y cuando las escuelas fueran sostenidas por los municipios, a las menos ricas y estables el gobierno federal les concedería subvenciones (Dublán y Lozano, 1910, p. 127). En 1889 se convocó a un Congreso de Instrucción Pública, pero ante la gran cantidad de temas tratados no fue posible su conclusión y debió convocarse a un segundo congreso en 1890, el cual concluyó hasta 1891. Sus integrantes estuvieron de acuerdo en crear un sistema nacional uniforme de "educación popular obligatoria", por lo que adoptaron el programa escolar oficial y varios estados promulgaron leyes escolares que reproducían el programa federal (Vaughan, 1989, pp. 41-42). Otra importante ley fue la de 1896, por medio de la cual se nacionalizaron las escuelas públicas que antes pertenecían a los ayuntamientos en el Distrito Federal y los Territorios (Quintana Roo, Nayarit y Baja California Sur). Para 1904, el número de escuelas primarias superaba las 498 con una población de 65,024 alumnos (Secretaría de Economía, 1956, p. 239). En 1905 se creó la Secretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes, la cual sustituyó a la Secretaría de Estado del Despacho de Justicia e Instrucción Pública, y a pesar de no abarcar a todo el país, controló las sociedades científicas, los museos y las antigüedades nacionales, aunque en términos de alfabetización solo logró pasar del 16.06% en 1900 al 19.74% en 1910; es decir, a pesar de los esfuerzos de la política pública educativa durante el porfiriato, Díaz dejó un país con 80% de analfabetos (Secretaría de Economía, 1956, p. 240). Fue hasta las reformas de 1921, con la creación de la Secretaría de Educación Pública con José Vasconcelos al frente, y un mayor presupuesto, que se dio un mayor acceso de la población mexicana a la educación (Galván, 2016). Pero este periodo ya comprende al de la Constitución de 1917 como la consagración de la lucha revolucionaria.
La educación superior, desde los primeros años del México independiente hasta nuestros días, siempre ha buscado ajustarse al contexto social, político y económico de la época. En este sentido —como toda política pública— siempre ha tenido una relación directa con el régimen político. Después de la Revolución Mexicana, el sistema de educación superior se supeditó al Estado, imponiéndose la laicidad (Dautrey, 2012). Los revolucionarios apenas mencionaron la educación superior, cuya organización no les parecía crucial dadas las condiciones materiales del país. Lo urgente era la educación de las masas. No sería sino hasta la década de los treinta cuando el Estado consolidaría también su rol educador al financiar el nivel superior y crear instituciones de carácter tecnológico y cultural (Ornelas, 2009). En los años cuarenta, el acceso a la educación se ofreció a las clases trabajadoras como un mecanismo legítimo de movilidad social. El sistema de educación superior, por su parte, entró en una dinámica de crecimiento a partir de 1950 (Malo, 2006, p. 44). Pero fue hasta los años setenta cuando se dio el mayor desarrollo de la historia en cuanto a matrículas, planteles y personal docente, ello debido a los cambios demográficos que atravesaba el país, así como por la extensión de la clase media y la demanda de aquellos que se beneficiaron de las políticas de ampliación de la cobertura de la educación básica en años anteriores (Escobar & Pedraza, 2010, p. 379). Hasta mediados del siglo pasado, la educación superior en México era ofrecida por un reducido número de instituciones, principalmente públicas, desvinculadas entre sí y con una clara orientación a la formación profesional y la reproducción de las élites (Camp, 2006; Loaeza, 1988). Pero la historia de las universidades mexicanas en la segunda mitad del siglo XX cambió con el desgaste de ese modelo de reproducción elitista, lo que dio paso al surgimiento de un nuevo esquema mucho más abierto a todas las clases sociales y económicas. En palabras de Tuirán & Muñoz (2010), la educación superior fue una realización plena en el México del siglo XX, particularmente de la segunda mitad de éste en adelante, ello en gran parte porque abandonó la orientación elitista que había mantenido durante la primera mitad del siglo. Lo que lo convirtió en pieza fundamental del andamiaje de oportunidades del país en el actual siglo XXI. Las luchas ideológicas entre los distintos grupos políticos e intelectuales en los años posteriores a la Revolución Mexicana, el rezago educativo y los conflictos entre el gobierno federal y la Universidad Nacional obstaculizaron el desarrollo de las universidades públicas hasta muy entrado el siglo XX. No fue sino hasta las reformas en la década de 1940 cuando la estabilidad de un régimen que reemplazó la lucha armada por la política institucional generó las condiciones sociales y económicas que estimularon el crecimiento de la matrícula universitaria durante las siguientes tres décadas. Pese a lo anterior, el crecimiento de la matrícula de educación superior tardó en materializarse, entre otros factores, por el rezago educativo que se mantenía derivado del conflicto entre el Estado y la Universidad Nacional. Debido a ello, sólo una pequeña proporción de los jóvenes concluía la enseñanza media y podía continuar sus estudios universitarios. Con la aprobación de la ley orgánica de 1945 se logró resolver el añejo problema de gobernabilidad de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Así, Universidad y gobierno diseñaron un mecanismo de convivencia mediante el cual el gobierno garantizaba el apoyo financiero y el respeto a la autonomía universitaria y la UNAM aseguraba la “despolitización” de sus procesos internos (Ordorika, 2003). La industrialización, urbanización y modernización nacional a partir de los años cincuenta provocaron profundas transformaciones en la estructura social y productiva, que, entre otros efectos, implicaron una mayor presión sobre todos los servicios públicos: salud, educación, vivienda, comunicaciones, transportes, etc., lo que propició la generación de políticas públicas y la creación de instituciones gubernamentales para la atención de dichas demandas (Tuirán & Muñoz, 2010, p. 361). Años más tarde, un fuerte impulso a la educación superior dio pie a su crecimiento y expansión durante los años sesenta y setenta, lo que permitiría abrirse y masificarse hasta el punto en que sólo el duro golpe de la crisis de los ochentas con sus severas contracciones económicas pudo frenar dicha dinámica. Pero la educación superior no solo dejó de crecer, además, debió enfrentar con los mismos recursos, si no es que con menos —producto de la hiperinflación—, los efectos de un crecimiento no planeado en un contexto de política económica restrictiva (Tuirán & Muñoz, 2010, p. 366). El súbito crecimiento de la matrícula en los años setenta y la limitación del financiamiento público durante los ochenta evidenciaron uno de los rezagos más graves del sistema de educación superior: la deficiente calidad de sus servicios (Gil, 1994). El análisis crítico de la situación de la educación superior en México durante los años ochenta condujo a un giro en la política educativa que le llevó a poner cada vez más atención a aspectos como la calidad y la pertinencia. Así, los primeros pasos dirigidos a transformar algunos aspectos de la estructura y funcionamiento tradicional de las universidades públicas comenzaron a darse durante las siguientes dos décadas, pero fue hasta finales de los noventa cuando estas iniciativas empezaron a articularse en un modelo diferente de gobierno y gestión del sistema de educación superior (Tuirán & Muñoz, 2010, p. 361). A partir de los noventa se observó que el sistema de educación superior fue afectado en sus condiciones de operación producto de las crisis de la década anterior. Por tanto, fue preciso atender sus graves problemas de funcionamiento, organización y calidad, tanto en la gestión de las instituciones como en los programas educativos. Se requería una reforma integral si se deseaba cumplir con los fines que de ella se esperaban. Nociones como la descentralización de la toma de decisiones, la eficiencia y efectividad de las acciones públicas, la coordinación, la rendición de cuentas y la flexibilización rápidamente se convirtieron en los principios que guiarían la operación de las políticas públicas. En este sentido, la calidad de la educación superior se convirtió en una meta mayor para la modernización de la economía, la producción de conocimiento e innovaciones y la formación de una fuerza de trabajo calificada (Tuirán & Muñoz, 2010, p. 372). El financiamiento público no sólo determina el nivel de recursos a disposición de las instituciones educativas, sino que también es un componente central de las políticas públicas de educación superior. Así, a partir de que el gobierno incorporó criterios de desempeño en la asignación de los recursos públicos a la educación, obligó a los funcionarios a prestar mayor atención a lo que ocurría en sus instituciones (Tuirán & Muñoz, 2010, p. 375). Estos criterios, que apenas iniciaron en los años noventa, se aceleraron al inicio del nuevo siglo. Paralelo al cambio en el esquema de financiamiento, se desarrollaron evaluaciones para retroalimentar el proceso de planeación, pero conforme se consolidaron otros mecanismos como la acreditación de programas educativos, comenzó a conformarse un nuevo modelo del sistema de educación superior (Kent et. al., 1999; Ibarra, 2002). La acreditación y el aseguramiento de la calidad de los programas tienen como fin la construcción de un sistema de educación superior cada vez más transparente, responsable y profesionalizado. Durante los años noventa se crearon comités y consejos, así como organismos evaluadores y acreditadores de programas e instituciones educativas. Asimismo, se diseñaron planes y programas públicos como el Sistema Nacional de Investigadores (SNI) , el Padrón Nacional de Posgrado de Calidad (PNPC) , el Programa de Carrera Docente , el Ceneval , entre otros, como un complejo y diversificado modelo que comprende la evaluación de alumnos, egresados, docentes e investigadores, y la evaluación externa y acreditación de instituciones y de programas académicos de licenciatura y posgrado (De la Garza, 2009). Aunado a lo anterior, el aseguramiento de la calidad de los programas educativos se complementa con el Reconocimiento de Validez Oficial de Estudios Superiores (RVOE) que otorga la autoridad educativa a los programas académicos que satisfacen ciertas condiciones exigidas en cuanto a la planta de profesores, las instalaciones y los planes y programas de estudio (Tuirán & Muñoz, 2010, p. 382). La realización plena de la equidad en la educación superior, como en otros ámbitos de la vida social, requiere un papel activo de las políticas públicas. La ampliación de las oportunidades de educación necesita políticas que, en primer lugar, reconozcan y atiendan la complejidad del fenómeno. Los efectos de la desigualdad social se hacen ver con fuerza en el acceso a la universidad, pero también se expresan durante la permanencia de los jóvenes en la educación superior y, ya como egresados, en los mercados laborales (Tuirán & Muñoz, 2010, p. 383). Para apoyar la equidad y la ampliación de oportunidades, en 2001 comenzó a operar el Programa Nacional de Becas para la Educación Superior (Pronabes) como la primera respuesta sistemática dirigida a mitigar los efectos de la desigualdad en el acceso a la enseñanza superior. En la primera década del siglo XXI, que abarcó los gobiernos y las políticas públicas de los presidentes Vicente Fox Quesada y Felipe Calderón Hinojosa, la oferta educativa se diversificó en respuesta a los cambios en los mercados de trabajo y la estructura productiva, y la presencia de las instituciones fue cada vez más heterogénea como resultado de la ampliación de la cobertura a los estratos sociales menos favorecidos (Tuirán & Muñoz, 2010). En este mismo sentido, la desconcentración territorial de la oferta educativa de nivel superior presentó dos comportamientos: por un lado, las entidades federativas impulsaron la oferta por medio de las universidades públicas estatales o de las nuevas opciones de educación superior (universidades politécnicas, tecnológicas y las interculturales) y, por otro, la oferta educativa se extendió a las ciudades de menor tamaño e, incluso, a los contextos semiurbanos. Una característica adicional es su expansión a través de las modalidades educativas no convencionales —mixta, abierta y a distancia—, consecuencia también del fenómeno modernizador de la educación superior (Tuirán & Muñoz, 2010, p. 370). De 2012 a 2018, las políticas públicas del gobierno del presidente Enrique Peña Nieto se centraron sobre todo en la reforma educativa, con especial énfasis en la recuperación de la rectoría del Estado en la materia, a través de la modificación de diversos artículos de la Ley General de Educación, así como de la Ley General del Servicio Profesional Docente y la Ley del Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (Alfaro et. al., 2015). En el corazón del proyecto se encontraba, sin embargo, el firme propósito de arrebatarle el control de la educación —y de su presupuesto— al poderoso Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) . En el nivel superior se dio continuidad a las políticas públicas de las dos últimas administraciones, si acaso modificando la nomenclatura de los planes y programas públicos, pero en el fondo reafirmando su misma esencia y cometido: aumentar la matrícula y mejorar la calidad en los sistemas de educación media superior y superior. Con el arribo de Andrés Manuel López Obrador a la presidencia de la República, no solo se dio un cambio de régimen político, sino, además, con la reforma educativa de 2019, se replanteó el modelo de gobierno de la educación en general y la relación con los actores educativos tradicionales. La reciente reforma no sólo ha modificado algunos paradigmas establecidos por el gobierno de Peña Nieto en materia educativa, sino que, además, con la eliminación del Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (INEE) y del Servicio Profesional Docente, se fortaleció nuevamente el poder del SNTE y en parte el de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) , así como el control de estos sobre algunas escuelas normales, sobre todo rurales, y sistemas educativos de las entidades federativas. En lo que toca al nivel superior, durante el gobierno de López Obrador se crearon las Universidades para el Bienestar Benito Juárez (UBBJ), principalmente en zonas marginadas, se estableció el Programa de Becas Bienestar Benito Juárez de Educación Superior para Estudiantes de Instituciones Públicas y se impulsó una nueva Ley General de Educación Superior (Gómez, 2021, p. 161), de la que se desprendió la nueva Política Nacional de Evaluación y Acreditación de la Educación Superior (PNAES) a partir de su aprobación por el CONACES , así como el nuevo Sistema de Evaluación y Acreditación de la Educación Superior (SEAES). A partir del 1° de octubre de 2024, el nuevo gobierno encabezado por la primera mujer presidente de México, Claudia Sheinbaum Pardo, ya ha delineado lo que serán sus principales políticas públicas en materia de educación superior, reafirmando que “el Estado tiene la obligación de proveer educación, desde la inicial hasta el posgrado” (Sheinbaum, 2024). Por lo que toca a las acciones concretas, además de continuar con la política, planes y programas del gobierno anterior, ha propuesto la ampliación de la matrícula y la cobertura en instituciones públicas como la Universidad Nacional "Rosario Castellanos", la Universidad de la Salud (Unisa) —creadas en la capital del país durante su periodo como Jefa de Gobierno de la Ciudad de México—, así como en las Universidades para el Bienestar "Benito Juárez", el Tecnológico Nacional de México (TecNM) y el Instituto Politécnico Nacional (IPN). Además, se propone cambiar el modelo de ingreso a la educación superior al eliminar la aplicación de exámenes de admisión para sustituirlos por cursos propedéuticos. La creación de nuevas carreras como Ingeniería en Electromovilidad, Ingeniería Farmacéutica, Ingeniería Aeroespacial, Ingeniería en Agua Limpia y Saneamiento, Ingeniería en Materiales Estratégicos y la Ingeniería en Mineralogía como áreas de formación profesional estratégicas. Así, dar un mayor impulso a los estudios de posgrado e investigación con la transformación del Conacyt en la Secretaría de Ciencia, Humanidades, Tecnología e Innovación (Secihti). Por lo pronto, ya ha logrado dar un primer paso importante al obtener un aumento en el presupuesto de egresos de la Federación (PEF) 2025, del 6% para la educación, aunque la mayoría de ese incremento está etiquetado para el pago de las becas de los estudiantes, mientras que, para las universidades públicas del sistema educativo nacional, el incremento es del 3.5%, es decir, un porcentaje inferior al de la inflación registrada en lo que va del 2024.
Han transcurrido 14 años desde la publicación del trabajo de Tuirán y Muñoz (2010), y desde entonces la educación superior en México ha experimentado los cambios de la política de educación superior de los gobiernos de Felipe Calderón Hinojosa, Enrique Peña Nieto y Andrés Manuel López Obrador, así como los primeros meses de la actual administración de la primera presidenta de México, Claudia Sheinbaum Pardo. Los autores adelantaban entonces que el nuevo modelo —de los noventa— de gestión y regulación —léase política pública— de la educación superior sentó las bases para que sus principales funciones estuvieran coordinadas, lo que garantizaría un marco más estable para impulsar la expansión de la matrícula y la diversificación de la oferta educativa con calidad. Si bien hay avances significativos en estos aspectos, la política pública aún enfrenta desafíos importantes, como el financiamiento de las instituciones públicas de educación superior, que deberán transitar gradualmente hacia la gratuidad sin que, hasta ahora, se haya definido cómo compensarán los recursos que dejarán de percibir por concepto de inscripciones y colegiaturas. A ello se suman el desgaste prematuro de la infraestructura debido al uso intensivo provocado por el aumento en la matrícula, la descapitalización académica derivada de la jubilación del profesorado y la necesidad de sostener el régimen de pensiones, entre muchos otros retos. Si bien las políticas públicas para la educación superior implementadas en los años noventa y principios de este siglo fueron concebidas en el marco de las exigencias que imponía la integración de México a la economía de Norteamérica producto del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), hoy en día esa razón ha pasado a un segundo término, cuando menos desde la perspectiva y motivación de los dos últimos gobiernos. A pesar de lo anterior, conviene destacar el esfuerzo que muchas instituciones públicas de educación superior realizan para mantener mecanismos de evaluación interna y externa orientados a asegurar la calidad y la mejora continua. Asimismo, estas instituciones trabajan en la actualización y diversificación de su oferta educativa, la ampliación de su cobertura y la modernización de sus procesos académicos y administrativos. Todo ello ocurre mientras transitan de un modelo de gestión basado en indicadores de resultados principalmente cuantitativos —vigente desde hace al menos treinta años— hacia un nuevo esquema de carácter mucho más cualitativo, aunque aún en desarrollo. Resulta paradójico que Tuirán y Muñoz (2010), al citar a Pardo (2004), se hayan referido a la sustitución del tradicional estilo de formulación de políticas públicas “de arriba hacia abajo” —profundamente arraigado en la cultura política nacional— por nuevos enfoques de gestión pública más flexibles y receptivos a las demandas del entorno. Lo que no imaginaron es que, catorce años después, estaríamos presenciando un retorno al centralismo y a la verticalidad en el diseño de las políticas públicas. La educación es fundamental para el desarrollo y bienestar de todas las sociedades, y particularmente la educación superior representa el medio idóneo para el logro de una mayor movilidad social. México ya experimentó el efecto virtuoso de apoyar la educación, la investigación y el desarrollo de la ciencia y la tecnología durante las décadas de los sesenta y setenta. No es casualidad que los índices de crecimiento económico y calidad de vida de la población en esas mismas décadas hayan sido de los más altos en la historia; son producto precisamente de políticas públicas de apoyo comprometido con la formación de generaciones presentes y futuras de mexicanos sobre los cuales descansa hoy la marcha del país. Si el actual gobierno desea que México regrese a los niveles de crecimiento y desarrollo vividos en el pasado, debe empezar por actuar como se hacía entonces, es decir, invertir en educación, así como en otros ámbitos prioritarios como la salud y los servicios públicos. Hoy, a diferencia del pasado, tiene la gran ventaja de que conoce los errores que nos llevaron a la crisis; por ende, debe hacer todo lo que esté en sus manos para evitar cometerlos de nuevo.